Bajo el Trono de Hierro
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Dorien Adler (Sargimas Fanshaw)

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Dorien Adler (Sargimas Fanshaw) Empty Dorien Adler (Sargimas Fanshaw)

Mensaje  Sargimas Lun Oct 18, 2010 12:44 am

Iré colgando algunos relatos de su vida conforme avance el juego.



NOMBRE: Dorien Adler, de los Adler de la Herradura. Apodado el Gato de Dorne en Qarth y algunas otras Ciudades Libres, o simplemente el Gato.

CONCEPTO: noble de la Casa Adler, vasallos de los Martell. Hasta el comienzo de BTH, ha ocupado un lugar menor en la Casa, pues su abuelo aún es el Lord nominal, y su tío gobernaba la Casa de facto. Tras la muerte de su padre y su tío, hay un vacío de poder, y la estructura tradicional de cabeza de familia y general del ejército aún no ha sido corregida.

EDAD: 24

LUGAR DE ORIGEN: la fortaleza de la Herradura, sede de la Casa Adler, en las montañas del este de Dorne, al norte de Graciadivina.

ASPECTO FÍSICO: su físico es reflejo de la mezcla que es su sangre. Hereda la piel aceitunada de su padre, el pelo fuerte y negro de los rhoynar, pero también los ojos azules de su madre, Cristine de Braavos. Le llaman el gato por sus movimientos, su forma de luchar y sus continuas escapadas: no es raro verle sentado en un balcón, subido a las ramas de un árbol, o paseando por las almenas como si huyese de algo. Una cicatriz cruza su ojo derecho, y tras su vuelta de Essos, su melena es más corta y puebla su mentón una barba trenzada. De vez en cuando, se le ven ojeras.


PERSONALIDAD, IDEOLOGÍA Y OBJETIVOS: orgulloso y soberbio, impulsivo cuando nadie le controla. En el lenguaje, algo sarcástico. Su padres dicen que inestable emocionalmente, y sus amigos dicen que desde su vuelta de Essos hay una sombra en los ojos que nunca le abandona.

Su lema personal es Mi Casa es mi Sangre, mi Sangre es mi Casa.


CREENCIAS RELIGIOSAS: Cree con respeto en los Siete, pero su corazón responde con mucha más vehemencia a las enseñanzas de la Diosa Madre rhoynar.

HISTORIA PERSONAL:

Dorien fue un joven siempre muy activo, inquieto y curioso. Era demasiado niño cuando murió Nymeros, así que apenas sufrió su pérdida. De pequeño conoció por primera vez la Danza del Agua con su madre, Cristine, quien con su férrea disciplina le introdujo severamente en las artes del danzarín junto a sus primos y hermanos. La dura educación de su madre y los inflamados discursos de su padre hicieron de él una futura gloria de la caballería, un niño que por físico, familia y educación podría llegar a ser un buen caballero.

Su adolescencia fue complicada, la sangre de los rhoynar bullía dentro, y la fuerte educación de la Casa ahondó en su personalidad, entroncando con la flema que todo adolescente tiene al darse cuenta que existe y tiene un lugar en el mundo. Sólo bajo la estrecha vigilancia de James, su primo mayor, templaba su ánimo, así que sus padres decidieron enviarle con él cuando partió para ver mundo. La variedad de los Siete Reinos le haría apreciar otras cosas y calmaría su soberbia.

Sin embargo, la repentina partida de James en contra de su propio padre y del respeto a la Casa Adler trastocó los planes del viaje y supuso, también para Dorien, un duro golpe.

Con permiso de sus padres y aprobación del cabeza de familia, partió en busca de su primo con una escasa comitiva de ayudantes. Recorrió los desiertos de Dorne y las montañas, pero finalmente abandonó su búsqueda. Regresó a Casa como un zorro inquieto, y durante meses vagaba nervioso por las estancias de palacio, sin anunciar ningún pesar, pero con un ansia evidente.

La situación fue empeorando hasta pocos días después de su decimoséptimo día del nombre. Las tribus del norte en la montaña se alzaban de nuevo, y su padre lideraría el ejército que sofocaría la revuelta. Dorien le acompañó en la guerra como acostumbraba, pero la batalla se torció, y la arrogancia de su juventud le hizo caer en combate. Un hacha enemiga le partió el yelmo de arriba a abajo, haciéndole perder la consciencia durante varios días y dejándole una cicatriz para toda la vida. Su padre sufrió una grave herida rescatándole, de la que nunca se recuperaría del todo.

Después de aquel día no volvió a ser como antes. Más melancólico y ausente, hablaba continuamente a sus padres del apego a la tradición y a la Casa Adler, de cómo las sentía latir muy fuerte dentro de él, de cómo necesitaba comprender la raíz de sus tradiciones para defenderlas como se merecían.

Ya desde los puertos de PuertoArena les envió una carta, según la cual partiría a las Ciudades Libres, hogar de sus ancestros, para rastrear los orígenes de la antigua civilización rhoynar, y visitar también Braavos, la ciudad de su madre, donde perfeccionaría el arte de la espada.

Siete años después, los mares lo han traído de vuelta. Sus botas de cuero gastado pisan de nuevo con fuerza las arenas de Dorne. Atrás ha quedado la joven promesa, el caballero que traería honor y gloria a la casa Adler. Atrás ha quedado también la oveja descarriada, aquel joven soldado que todo lo tenía y lo desperdició por un mal carácter. Su soberbia y su instinto no han desaparecido, pero tras los distantes ojos de Dorien se esconde algo, un murmullo antiguo y olvidado que sólo Essos podría resucitar.

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Mensaje  Loves B Jue Oct 21, 2010 1:29 am

Me encanta tu ficha!!! Será una pieza facil para mi, muahahaha!!! *risa malefica*

:************
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Mensaje  Sargimas Lun Nov 15, 2010 5:04 pm

Aquí está el primer relato, como prometí

1. La Casa de Mancebía

Le gustaba, verdaderamente le excitaba pasear por las amarillentas calles hacia la Casa de Mancebía después de la sesión de entrenamiento. El sudor y el polvo de la arena aún cubrían su cuerpo: no se tomaba el placer de un baño, de perfumarse al estilo de los cortesanos de Dorne, él prefería penetrar la Casa de Mancebía de improviso, casi con violencia, sentir las sedas de sus cortinas recorrer su sucia piel, notarse impregnado de los aceites.

Darnia de las Nueve Lunas le esperaba como siempre, bajo el arco de la puerta, fumando como un hombre aquella pipa alargada de viejo roble de una manera sugerente. Los gestos eran rápidos, él pagaba sus monedas, ella le rozaba la entrepierna con su muslo. Dentro le esperaba el verdadero placer.

Podía ver sus pies, podía sentir cada nervio de las plantas de sus pies, de los dedos de sus pies masajeados, aun sudando por el peso de las botas, mecidos entre las lubricadas manos de aquella dulce norteña. Olía a lavanda. La dothraki le masajeaba la espalda, mientras iba desatando las correas de las piezas de su coraza, que aún colgaba como un pendón deshilachado, como mudo testigo del combate acabado. Sentado entre cojines, con las cuatro mujeres alrededor, sentía por sus venas el ardor de la sangre de sus ancestros. 10.000 pollas acorazadas que habían demostrado a Poniente el valor de la arena y la sangre. Bajando hacia la entrepierna, agarraba con su diestra la nuca de la más oscura de las doncellas, presumiblemente de las Islas del Verano, necesitaba sentir su lengua lamiéndole de arriba abajo, su fuerte mano agarrándosela, la observaba como a un córcel al que domar. Pronto se dejaría de metáforas y la pondría a cuatro patas, pero antes, prefería dejarla a sus aires, mientras caía en los juegos de corte de la cuarta de las mujeres, la más bella, la de los cabellos de fuego. Parecía una Lady venida a menos cuando le susurraba, cuando le cogía el áspero mentón barbado y se lo llevaba a los labios. El sabor a caramelo, el calor de su pecho pegándose contra él, poco a poco embriagándole. Todo en él era una erección de caballo.

Todo lo era hasta que, súbitamente, empezó a sentirlo. Las manos en su espalda como ramas de retama seca, raspando; sus pies encerrados, embobados en una arena fina y fría, miles de esquirlas clavándose entre los dedos. Los labios de la pelirroja secos, quebrados como el papel antiguo, rotos como la lengua que le besaba. El sabor a ceniza, carne muerta en sus labios, los dientes de madera, el aliento seco como las ruinas del desierto. Y el dolor, el dolor y la visión de contemplarlo, allí donde la joven de las Islas del Verano se la mamaba, allí en la base de su miembro, un anillo de rosal seco, decenas de espinas sangrándole la carne agarrotada.

Dorien despertó con un grito ahogado, llevándose instintivamente la mano a la entrepierna. No parecía haber nada mal, nada fuera de sitio, nada extraño. La boca sí se le había secado. Buscó la luz de sus ancestros en el cielo del desierto, bebió agua y se arropó con las mantas del viaje. Estaba solo.
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Mensaje  Sargimas Dom Nov 21, 2010 5:06 pm

Segundo relato.

2. La batalla de los Naranjos

Las canciones de los bardos han hablado siempre del brillo de los penachos, de las armaduras fulgurantes, del carmesí de la espada tras abrir las gargantas del bárbaro invasor; pero nunca han hablado de las horas a la espera bajo el Sol de Dorne, del infierno de los cascos de metal, del mareo y la jaqueca tras oír los tambores, las órdenes, las cornetas, durante horas y horas a la espera de la sangre.

Los belfos del córcel de Arena temblaron en un relincho, mientras un criado se lo llevaba. Dorien aún ataba las cinchas de la barda de su destrero, la montura que usaba en la batalla. Nunca había sido un guerrero paciente, y acostumbraba a llegar con sus Flechas de Arena casi comenzada la batalla. Su padre nunca se lo perdonaba, pero eso no le haría aprender a esperar. Los rhoynar no habían sido un pueblo paciente, sino un pueblo conquistador, y aquel hombre que acuerda con el enemigo la hora del combate no dista demasiado de aquel que acuerda con el destino la hora de su muerte. Dorien tenía algo claro: nunca acordaría con nadie la hora de su muerte.

El ejército de Trystane Adler avanzaba lenta y pegajosamente, casi arrastrándose, como un charco de cera caliente derramada sobre el desierto. Cada pocos años, las tribus tenían la maldita manía de alzarse en armas, quizá recordando costumbres ancestrales, quizá simplemente protestando por ver cómo las escasas cosechas del estío se les escapaban de las manos durante la recogida de tributos. Su padre siempre había creído que un golpe a tiempo, unas selectas cabezas cortadas, eran mucho mejor ley que la que asfixia los pueblos con guardias y horcas. Al fin y al cabo, la paz nunca había sido duradera en Poniente, y una familia recuerda mejor a un familiar caído en batalla que a un delincuente en prisión. La tristeza gobernaba mucho mejor que el miedo.

Tan acostumbradas escaramuzas, tan habituales batallas habían convertido la táctica de aquel viejo general en un ejercicio rutinario. Como la tormenta de arena que se estrella ciega y repetidamente contra la montaña rocosa, las tribus acostumbraban a golpear los escudos de los lanceros dornienses durante varias horas, para después ser arrollados por el avance pesado de la infantería de refresco, una larga guadaña sesgando cualquier voz en alto que llamara a resistir el embate.

Dorien se colocó los guantes. Las Flechas de Arena, su destacamento de caballería, era un grupo joven y se dedicaba principalmente a hostigar el flanco derecho, gastando pocas flechas y menos aún esfuerzos, en la táctica anciana y efectiva que habían heredado de tiempos de la invasión de los Targaryen. Su padre no se atrevería a ponerle en peligro. Espoleó a Nocheoscura, su destrero, y pronto sus hombres le siguieron, aunque no se acertaba a distinguir si por su orden o por el propio avance del resto de las tropas.

Los gritos de las tribus eran si cabe más molestos que el asfixiante calor y el polvo en los ojos. Aquellos que no llevaban pañuelos sobre el yelmo ya sentían su cabeza como un fuego recién atizado. Las frentes sudaban en tensión, comenzaba el combate.

El choque fue pronto y violento, y las armas comenzaron su baile. Dorien alzó la mirada, acostumbraba a preocuparse por el resto del campo de batalla, sentía su pecho henchido por la emoción de la liza, pero nunca conseguía descargar toda la tensión con la tarea que su padre le encomendaba. Ese año parecía que los hombres de las montañas habían reunido más hombres de los habituales, y envueltos en sus pañuelos y sus escudos de mimbre, rodeaban a las tropas de su padre.

Trystane Adler daba órdenes desde su alazán, mientras los arqueros se retiraban en un revuelo de túnicas hacia posiciones más resguardadas, ya inútiles en la mezcolanza de polvo, pelo y sangre que eran las líneas cruzadas. No alcanzaba a verle, pero podía oler la tensión sobre el brillo de todos los yelmos. Algo no marchaba bien.

Los hombres de las montañas abrieron más sus filas, formando una media Luna cada vez más grande. Desde su posición de hostigador, nada elevada, Dorien no avistaba dónde acababa la furiosa mancha, tan sólo como poco a poco les iba absorbiendo.

Las líneas de infantería de los Adler se cerraban, pero las adargas de la Casa mucho distaban de ser paveses, y sus lanzas tampoco eran picas. Los talones de los hombres se acercaban entre sí, sus cuerpos asfixiados pegaban sus hombros, y los más jóvenes luchaban por no desmayarse, casi inmovilizados por el propio avance enemigo, incapaces de levantar su escudo para detener el acero acechante.

Dorien, inquieto, alzó la voz reuniendo a sus hombres. Guardando el arco en su aljaba, inició el galope hacia el grupo de mando-. ¡Padre! – Vociferó mientras tiraba de las riendas de Nocheoscura, caracoleando entre los golpes, señalándole el flanco derecho-. ¡Dame el mando de los jinetes, les rodearé, es la única manera! – su sable se balanceaba una y otra vez, casi mecido por la propia fuerza del golpe anterior, de un costado a otro del caballo, vaciando gargantas.
- ¡Retrocede, niño! ¡Vuelve al campamento! ¡Nos superan en número, no hay nada que hacer! – replegando a su guardia personal, Trystane Adler observaba con furia el inminente resultado.
- ¡Pero padre, es nuestra única oportunidad! ¡Dame a los jinetes! – gritaba desesperado, mirando la caballería desorganizada, y a los campesinos cada vez más frenéticos.
- ¡Retrocede, es una orden! – fue la única respuesta de su padre, mientras se rodeaba de sus capitanes e intentaba reorganizar la infantería.
- ¡Seguidme! – gritó el chico, furioso, a sus hombres. - ¡que todo aquel que me sea fiel, me siga! – alzando la lanza a modo de estandarte, picó espuelas. Inició la carga, bordeando al enemigo. El aire y el polvo del desierto arreciaban, bofeteando su rostro, recordándole las órdenes de su padre y el desastroso resultado que se erguía sobre ellos como una vergüenza familiar.

Giró la cabeza. Apenas cien jinetes hacían eco de su orden, pocos más de los que comandaba al inicio de la refriega. Lanza en ristre, el corazón le latía en la garganta. - ¡Honrad la sangre ¡ - alzó su voz sobre los cascos en cabalgada .- ¡Honrad la sangre rhoynar, jinetes!

A su zurda, veía los campesinos avanzar enloquecidos hacia las filas de su padre, mientras desesperadamente clavaba y clavaba los talones en el vientre del caballo. Desplazó todo su peso para redirigir a Nocheoscura, buscando la retaguardia de los campesinos, y agarró con fuerza el mástil de la lanza.

Como el agua entre los surcos de la tierra, sus jinetes dispersaron las líneas enemigas, llevándose por delante a padres y a hijos. Dorien arrojó su lanza hacia un enemigo y desenvainó, dispuesto a dirigir a sus pocos soldados hacia el corazón del combate. Giró de nuevo el rostro para gritar las órdenes, y en ese momento, sintió el golpe seco.

Su espalda impactó contra el suelo, o eso es lo que creía cuando recobró la escasa conciencia, a juzgar por el dolor creciente. La mirada se le nublaba, y su ojo derecho sólo veía el rojo oscuro de la sangre. La respiración agitada, los caballos pifiaban a su alrededor, y un hombre con gesto ladino desenvainaba un cuchillo largo.

Intentó incorporarse, echar mano a la espada, gemía como una zorra del dolor. Una bota metálica le impactó en el vientre. No podía respirar. Todo era oscuro. Todo era débil.
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Mensaje  Sargimas Lun Nov 29, 2010 3:54 am

Tercer relato. Este relato cierra el primer ciclo y bebe de los otros dos, así que es mejor haberlos leido para entenderlos (así como la historia de Dorien). Es más confuso por la temática que trata, y quizá tiene algunas referencias esenciales a los libros, pero ahí va.

No debería hacerlo pero de momento lo avisaré. Para entenderlo mejor, hay que entender que son dos líneas argumentales cruzadas: sueño y vigilia.

III. El sueño de Qarth

Las puertas escalan el aire como las arenas empujadas por un vendaval. Menyria a mi lado se apoya en su tridente y en mi hombro. Hemos de dejar los caballos. Mi madre suelta mi hombro y los ata en un árbol y atravesamos el umbral.

No hay viento tras la entrada pero el aire aún resopla en nuestros pulmones. El sendero de piedra cruza un mar de hierba por el que circulan a mi diestra los diez mil hijos en cerrada formación. También veo caballos y el color rojo de mi sangre. A mi zurda solo hay jóvenes entrenando, coronas de reyes y oro. A lo lejos una fortaleza de ladrillo y un río que la cruza. El niño de ojos tristes alza la mirada y me saluda. Mi madre me empuja, continuamos el camino.



Despertó con un nudo en la garganta y un haz de ceniza en los pulmones. La boca le sabía a una pasta mezcla de moco y gargajo. Sentía el cuerpo como si treinta labradores le hubieran estado apaleando con mayales durante horas. Los huesos quebrados y astillados en su carne. No podía incorporarse.

Lo peor era la cabeza. Como si de una redecilla de abrojos se tratase, cada mechón se le clavaba hasta el cerebro en un agudo pinchazo intermitente. Bamboleando, se inclinó hacia su derecha, con los ojos entrecerrados. Vomitó varias veces sobre una alfombra raída color granate. Los cojines a su alrededor aún ahumaban la estancia con un intenso y fuerte olor a hierba quemada. El estómago se le retorcía, podrido por dentro.

Escupió un par de golpes de saliva contra el suelo, intentando apartar de él aquella podredumbre que le invadía. Se sentía una pasta informe y abyecta, y la conciencia, tan adormilada en el pasado, revelaba en su mente la marca de los excesos en su carne de bebé peludo. Parpadeando, trataba de acostumbrarse a la luz de la estancia, que aunque escasa, entraba en sus ojos y le partía el cráneo en dos. El dolor era cruel ironía.

Inspiró con ansia para ganar fuerzas y una arcada le atravesó la garganta como un pez enorme y viscoso. La estancia caía sobre él con sus olores: vinagre, leche y sangre seca. Y bajo ellos, oculto como la semilla de un bastardo, el aroma aceitoso del sexo desenfrenado.



Abandonamos el camino y entramos en el desierto. Menyria se arrodilla y reza. Yo me arrodillo y rezo junto a ella.

No hay descanso para el corcel de Arena, su corazón es fuerte y late intensamente. No hay descanso para el corcel de Arena.





Se vistió con la túnica de seda, una pieza en rojo y verde ya sudada con la que debía haber tapado su cuerpo en la larga noche. Miró sus brazos flojos y su vientre abultado, no quedaba rastro de aquel hombre que entrenaba a la luz del alba y se acostaba con la lanza entre sus brazos. Comprendió que su cuerpo había dormido mucho más de lo que tarda la Luna en ponerse. Despertaba ahora. Despertaba cuando todo a su alrededor parecía ya acabado.



Y avistamos al dragón y su fuego. Y bebemos la sangre de la salamandra. Y nuestras lanzas y escudos arden y son ceniza en las manos. Nuestros cabellos también arden, pero nuestros cuerpos no son presa del fuego de dragón. Y así desenvainamos y bailamos durante diez días la danza de la muerte. Atrás quedan en nuestra memoria los otros bailes, el agua y el barro, pues sólo somos muerte. Y yo soy mi padre y mi hermano muerto en mi espada.

Y así es que el cuerpo del dragón sangrante es nuestro, y yo arranco su ojo, y su ojo es mío. El dragón es justicia y la justicia del dragón corona mi mano y mi rostro. El dragón es justicia en mi mano y en la mente de los hombres.




Atravesó la estancia, la líquida tela se arrastraba tras él. Debía de haber pertenecido a alguien mucho más corpulento, más grande y poderoso. Sus ojos se iban acostumbrando al dolor del despertar, a la penumbra de la sala. Las alfombras se extendían a su paso, y los cuerpos de bailarinas las poblaban, aún sumergidas en las dulces aguas del sueño ebrio.

Vio también sacerdotes y soldados, a juzgar por las túnicas y las armas que rodeaban sus resecos cuerpos. Varios braseros ya apagados asfixiaban el aire con sus manos de humo, acompañadas por decenas de pipas, ya abandonadas.



Las piernas son. Mis pies y piernas son como un peso que se hunde en la arena. Son granos de arena hundiéndose en mi peso, en mi pierna, en mi espada. Son los cascos de caballo sacudiendo la arena del desierto, la seca y fría arena del desierto en la noche, en el día y en la noche. Siete veces noche soy caballo y arena en el desierto.

Veo salir de mis piernas los cascos del caballo, cabalgo saliendo del desierto y siento entre mis dedos, siento entre mis cascos las briznas de la verde hierba. Ya no huele a fuego ni a ceniza, ahora sólo hay barro y vida. La canoa de cáñamo me arrastra, el aire pifia alrededor. No sé si soy bienvenido en la cáscara cabeceante, en la canoa de cáñamo que cloquea sobre el río.

Atravesando los juncos, la fría noche me muestra el embarcadero. No hay antorchas ni Luna, pero los fuegos de nuestros corazones brillan en los pechos de los hombres de barro. Hay un intenso fuego en los pechos de los hombres de barro. La sala de adobe es húmeda y caliente como el vientre de una madre. No estoy sentado, sino arrodillado ante él.




Conforme avanzaba, esquivando a los durmientes, comenzó a sentirlo. La cabeza le dolía, pero también la sentía ligera como un capacete de cuero curtido. Se llevó la mano y palpó su cráneo. No quedaba ni rastro de la antaño espesa mata oscura. No podía ser cierto.

Aceleró el paso hacia las cortinas que parecían ser la entrada. Jarras y cráteras por el suelo narraban los estragos de la noche. Atravesó el umbral y recibió el golpe del aire plomizo del desierto.

Dos naves de columnas se extendían a sus lados, y frente a él, un inmenso estanque refrescaba el patio porticado. Se acercó confuso, las mangas de la túnica colgaban a su paso como las de un emperador desquiciado. Se arrodilló en el agua, despacio, asomándose al agua.

Y lo vio.



Trystane Adler, Trystane Ríos no es el hijo de una zorra ni de una vivandera. Trystane Adler, mi padre, no es el hijo de la lujuria sino de la voluntad. Él es el hijo de la fuerza, no de la ira. Él es el hijo de la determinación y no de la pereza. Mi padre no fue engendrado por la semilla vaga del hombre que descansa en su palacio. Trystane no es un Ríos ni un huérfano del Sangreverde. La madre Rhoynar, dice Menyria, la madre de los caballos ha parido siete huérfanos para él. Siete almas sin padre, hijos de la semilla sangrienta de la guerra, siete hijos de la lujuria, que es la madre. La lujuria bebe del río mientras hablamos, ella es la eterna madre y la que nunca abandona. Siete huérfanos bruñen la espada de mi padre. Sostienen su capa y hierran sus cascos cuando vuelve de la batalla.

- Hijo.- dice.
- Padre, he sido tu espada y tu muerte. Yo te he matado-. Respondo




El reflejo del agua no mentía. Un cráneo pelado, una barba sin pelo. Los ojos sucios de la tinta, el negro que los hombres usaban en Qarth para protegerse la vista y no ver a los demonios.

La cicatriz le dolía en el recuerdo, pero era el cráneo desnudo el intruso, lo que perturbaba su mente. Se quitó con violencia las telas. Giró su cuerpo y observó su espalda y la carne negra y enrojecida, y entonces comprendió.

Sus ojos se inundaron. Lloró como los hombres, entendiendo la verdad antes de empuñar la espada y no después de arrojarla. Se arrastró hacia el agua y se hundió en él. Lavó su cuerpo.



Las praderas riegan el valle del Rhoyne. Corremos juntos, galopamos juntos. Sobre mi cruz descansa el cuerpo del hombre de barro. Sobre la cruz de mi padre cabalga la noche, el mar nocturno y las tablas de madera crujiente.

- Padre. - abro mis manos ante él y le muestro en ellas la mella de la espada y el rastro del llanto. Su rostro es severo y sus ojos han goteado toda la arena del reloj. La obsidiana de sus ojos me mira a través de las manos y ve mi alma.

Él es la primera montura. Yo soy el hijo de la primera montura. Corremos juntos, galopamos juntos alejándonos de la magia de la sangre y el fuego, que arden bajo el Sol.

El ojo del dragón gotea en mi mano. La sangre de mi ojo es joven y mana. Trystane Adler habla de mi herida y la venda y la cose y la quema. Aplasto el ojo de dragón y lo echo al fuego. Mi padre inspira el humo y bebe las llamas, porque yo soy mi padre y la herida negra y podrida de su pecho. Me golpea el rostro con el canto de su espada.

- Obedece.- Repiten los siete hijos del Sangreverde.




Cabalgaba hacia Braavos. No había rastro de Menyria en el extraño templo en el que había despertado.

Su cabeza escogía las imágenes de la noche anterior, del recuerdo con el que enfrentarse a sí mismo, y olvidaba, como el soldado que sale de la armería, relegados en un oscuro rincón, los demás fragmentos de la verdad.

Ahora sí recordaba los vapores en el brasero del salón central, frente al que se encontraba junto a Menyria. Los tapices, a su alrededor, oscureciendo la ya de por sí sombría sala. Recordaba el vacío en su mente al tragar el humo de las pipas, la letanía del canto de las mujeres que le observaban, el viejo tambor y el rasgar de las cuerdas en su mente.



Siembro la semilla en el río. Mi padre vigila y me observa con sus siete ojos. El río es fecundo y mi semilla fuerte. Oigo la voz de mi padre que me llama a la cosecha.

El verano ha vuelto – rugen los ancestros del Jardín de los Siete Crepúsculos.- eres la lanza del Sol, eres el rojo del alba.

Mientras leo en la biblioteca del Jardín, varios hombres irrumpen y quiebran el silencio de mi paz. Agarran mi cuerpo con sus manos de bronce y lo estampan contra el suelo. Mi rostro es ágil y puede girarse, puede verlo.

El encapuchado tiene un cetro en una mano, y su otro brazo sostiene el cadáver de un hombre. Me apunta con el cetro y siento el dolor. El dragón entra en mi cuerpo y reposa en mi interior, dormido en las frías estancias de mi alma.

Me levanto y cojo al hombre muerto entre mis brazos. Yo protegeré a los hijos de la noche. Beso su frente y le otorgo la fuerza de la sangre. No hay duda en su rostro y no hay duda en mis brazos. Somos la lanza que atraviesa.




Todo había ocurrido más rápido en aquel templo de lo que acertaba a esperar. El recuerdo era vago pero acelerado como un corcel en la noche. Las flautas vibrando sobre las acuosas ondas del tambor, la danza de las mujeres enloquecidas. El puñal en la penumbra, el sacrificio de la sangre ante el fuego. Aún sentía en su pecho el calor de la hembra sobre el caballo muerto, las manos femeninas, el vientre liso y frío. Su cálido abrazo.

Recordó las palabras de la mujer, las amargas palabras.- Tiempos aciagos –dijo.- la sangre se renueva.
Sargimas
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